Celebramos el día de la Iglesia diocesana, un día en el que estamos llamados a sentirnos Iglesia, ser parte de la historia de la Iglesia. Y entre todos ir haciendo una Iglesia que refleje lo que Dios nos está pidiendo todos. Recordamos que el papa nos ha convocado a un Sínodo, para que descubramos una mentalidad sinodal, redescubrir nuestra experiencia de ser Iglesia de comunión, de participación y de misión.
Como nos presenta el evangelio de hoy. Una Iglesia donde la fe no necesita aparentar, sino ser. Una Iglesia que no se maquilla, ni toca la trompeta, sino que desde su debilidad, cada día tiende a vaciarse, a darlo todo sin escatimar. Y haciéndolo con humildad y alegría. Un ejemplo en la viuda pobre que echa todo lo que tiene para vivir.
El hecho de que «no era importante: el nombre de esta viuda no aparecía en los periódicos, nadie la conocía, no tenía títulos… nada. Nada. No brillaba con luces propias». Y la «gran virtud de la Iglesia» debe ser precisamente la «de no brillar con luz propia», sino reflejar «la luz que viene de su Esposo». Tanto más que «a lo largo de los siglos, cuando la Iglesia quiso tener luz propia, se equivocó».
Que seamos una Iglesia que se vacía totalmente por los demás.