El Señor nos invita a embarcarnos. Un embarcarnos juntos, no cada uno en su barca, sino como Iglesia, unidos a Cristo. Y embarcarnos a dejar la orilla de las seguridades y de la tranquilidad, anunciar su Reino, a seguir sus huellas. Porque embarcarse es arriesgarse, es aventurarse en los proyectos de Dios.
Y empieza la travesía, viene la dificultad, que creo no es tanto la tormenta, que siempre es un reto, pero no nos impide avanzar en la navegación, nos lo puede hace un poco más difícil, pero podemos seguir remando hacia la otra orilla, con más velocidad o menos.
Sino que lo que nos paraliza es nuestra débil confianza en Dios. Porque cuando nos falta, la fe, aparece el miedo, miedo al fracaso, miedo al dolor y al sufrimiento. Y ese miedo solamente lo rompe, lo elimina la fe, que nos invita a confiar que el Señor sale a nuestro encuentro, que nos podemos agarrar a Él, porque siempre nos sostendrá. Es saber que Él está a nuestro lado, con la mano tendida y el corazón abierto.