Se nos presenta la parábola de los talentos, que no hace referencia a las virtudes o dones de cada uno (música, deporte, …), sino que es la entrega del patrimonio del Señor, que Él nos confía. ¿Cuál es el patrimonio? Su Palabra, la Eucaristía, la fe en el Padre celestial, su perdón… en definitiva, muchas cosas, sus bienes más preciosos. Este es el patrimonio que Él nos confía. No sólo para custodiar, sino para fructificar.
Todos los bienes que hemos recibido son para darlos a los demás, y así crecen. Nos preguntamos: ¿qué hemos hecho con ello? ¿A quién hemos «contagiado» con nuestra fe? ¿A cuántas personas hemos alentado con nuestra esperanza? ¿Cuánto amor hemos compartido con nuestro prójimo? Esta parábola nos empuja a no esconder nuestra fe y nuestra pertenencia a Cristo, a no sepultar la Palabra del Evangelio, sino a hacerla circular en nuestra vida, en las relaciones, en las situaciones concretas.
La parábola de los talentos nos reclama a una responsabilidad personal y a una fidelidad a lo que Dios nos ha entregado. No caigamos en la tentación de esconder todo esto, es una gran negligencia (falta de cuidado) no sólo a Dios sino a nuestros hermanos.