Después de la multiplicación de los panes, del domingo pasado, vemos como Jesús quiere recordar a los discípulos y a todos nosotros que no podemos caer en la tentación del triunfalismo, por eso los invita a embarcar e irse a la otra orilla. El cristiano siempre está dispuesto a embarcar, porque la misión conlleva disponibilidad a entregarse allí donde haga falta.
Y en aquella barca el viento arrecia, es de noche, son momentos difíciles, pero en medio de esa realidad se hace presente el Señor y les dice: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Jesucristo no es espectador de nuestra vida, no se ha quedado en la orilla, para ver si lo pasamos mal o bien. En las tempestades de la vida cristiana no estamos solos. Dios no nos abandona aun cuando aparentemente parezca que está ausente o no hace nada. Nos tiende la mano como a Pedro en aquel momento, de miedo y de angustia.
¿Por qué Pedro empieza a hundirse?, porque ha dejado de mirar a Cristo, al Señor. Ha sentido el viento (la dificultad), ve que las olas se empiezan otra vez a agitar (cruces), y en vez de alzar la mirada al Señor, ha mirado para abajo y en ese momento surge el miedo.
Embarquémonos hoy una vez más en esta navegación fascinante de llevar el Reino de Dios, con un espíritu orante, que nos lleva a tener siempre la mirada puesta en Dios, para que dejándole embarcar en nuestra vida nunca perdamos la paz y la alegría de ser reflejo de Dios.