Jesús entra, se pone en medio y trae su paz. Los discípulos están con las puertas cerradas por miedo. Y cuando entra el miedo cerramos el corazón. Perdemos las perspectivas, nos bloqueamos y nos quedamos en nuestras cosas. Pero Jesús no nos deja encerrados, sino que se pone en medio. Para traernos su paz, para romper los cerrojos de nuestro corazón. Y necesitamos poner al Señor en medio, para que ilumine toda nuestra vida. No en un lateral, sino en el centro de nuestro corazón.
La figura de Tomás es expresión que a los apóstoles todavía les cuesta creer en el Resucitado, porque seguían con las puertas cerradas por miedo. Y Dios una vez más se hace cercano, muestra sus llagas, sus heridas gloriosas, para que Tomás las toque y descubra el amor de Dios hasta donde llega. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. Y cuando uno descubre ese amor es cuando dice: “Señor mío y Dios mío”.
Pongamos a Cristo Resucitado en medio de nuestra vida. Para que dejando que ilumine toda nuestra realidad y contemplando ese amor derramado hasta el final hagamos de nuestra vida, una confesión de fe para los demás.