Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide incluso las relaciones más cercanas.
Pero no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es “signo de contradicción”
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame». No se trata de una cruz ornamental, o de una cruz ideológica, sino que es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor —por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos—, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz.