La paz es un don del Espíritu que da la armonía. No sirve de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como resucitados. Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el que nos resucita por dentro. La paz no consiste en solucionar los problemas externos. Es una paz que asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la superficie esté agitada por las olas.
Lo que necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí. Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza. Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados. Él es el Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu, la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une. Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta, con el Espíritu es Palabra de vida.
El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos. El mundo nos ve de esta o de aquella ideología; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: siendo cada uno teselas irremplazables del mosaico de Dios.