«Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.» XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo b, 2024)

La oración es el aliento de la fe, Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina. Pero sus gritos repetidos molestan y muchos le reprenden, le dicen que se calle. Pero Bartimeo no se calla, al contrario, grita todavía más fuerte. Esa es la fe, que, a pesar de estar al borde del camino, que le dicen que se calle o que a veces uno mismo se pregunta: ¿merece la pena?, ¿sirve para algo?, él sigue elevando la voz. La fe es la esperanza de ser salvado.

El Señor lo escucha, nos escucha. Aquella oración, incansable, constante, aquella oración en actitud de “mendigo de Dios” le hace recobrar la vista. Y no solamente eso sino que se pone a seguirlo por el camino, ya no al borde. Es el agradecimiento por la cura, pero sobre todo porque ha descubierto el camino del amor y de la entrega, sin otro manto que la misericordia y la alegría de Dios.

Pidamos esa constancia en la oración, esa fe para que ante las dificultades y los ruidos no dejemos de invocarlo, porque Él nos llama a soltar los mantos para así curar nuestra ceguera y ponernos en camino.

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