«Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno» XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo b, 2024)

Ojalá nosotros no sólo lo escuchemos cada día, sino que lo encarnemos en nuestra vida, porque para eso hemos sido llamados, para amar. Jesús nos enseñó una vez para siempre que el amor por Dios y el amor por el prójimo son inseparables. Porque amar a Dios es vivir de Él y para Él, por aquello que Él es y por lo que Él hace. Y Dios es donación sin reservas, es perdón sin límites, es relación que promueve y hace crecer.

Por eso, amar a Dios quiere decir invertir cada día para ser sus heraldos en el servicio sin reservas a nuestro prójimo, en buscar perdonar sin límites y en cultivar relaciones de comunión y de fraternidad. Sabiendo que el prójimo es la persona que encuentro en el camino. Se trata de que cada uno de nosotros nos convirtamos en esa traducción viva del amor de Dios para los que nos rodean, es decir, traducirlo en gestos concretos, en cercanía, en escucha, en miradas,…

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