Seguimos embarcados rumbo a Belén, en esta barca en la que Todos somos Parroquia, hemos puesto la brújula en dirección a Belén, le hemos pedido al Señor que coja el timón, para que nuestra vida no vaya a la deriva. Pidámosle al Señor, en el tercer domingo, que prenda la luz, que nos guía, ese farol que ilumina en medio de la oscuridad de la travesía.
Una luz que no anestesia, sino que nos despierta, nos anuncia un nuevo día, un horizonte nuevo. Es esa luz que tenemos que dejar que ilumine nuestra vida. Hasta lo más profundo para que todo quede iluminado por el amor de Dios. Y es en ese momento en que cada uno de nosotros descubrimos que en esa barca, tenemos que ser testigos de la luz de Dios, antorchas de Dios.
Sabiendo que no somos dueños de la misma, por consiguiente, nuestra misión es reflejarla, no poner un cristal opaco. Y, ¿cómo podemos ser antorcha de Dios?
He aquí la primera condición de la alegría cristiana: descentrarse de uno mismo y poner en el centro a Jesús. Jesús es efectivamente el centro. Siempre señalando al Señor. Como la Virgen, que siempre señala al Señor: “Haced lo que Él os diga”. El Señor siempre en el centro.
Desde ahí descubrimos la necesidad de la conversión. No podemos llegar a Belén de cualquier manera, en la barca protestando, enfadados. Sino con un corazón limpio. Si nos convertimos en esa luz de Dios, toda la Iglesia, toda la tripulación de esta barca, seremos una constelación que brilla en medio de la oscuridad y nos marca el rumbo a Belén, a la esperanza, a ese decir: “Tierra”.