Porque para entender el Evangelio de hoy como no partamos del amor de Dios, no seremos capaces de saber vivir ese caminar unidos, ayudándonos incluso en los momentos en que nos tengamos que corregir. Porque Jesús nos presenta uno de los modos más difíciles y delicados del amor al prójimo: la corrección fraterna. Es decir, corregir al hermano, con quien formamos parte del mismo cuerpo de Cristo por el bautismo. Que esto no se nos olvide. Porque no es cuestión de venir aquí a salvarte, quien salva es Jesucristo, sino que el don es aprender a crecer juntos en fidelidad al Evangelio: es fraternidad.
Sabiendo que no consiste en ir viendo donde se ha equivocado el otro, para aparecer con la libreta de reproches, eso no es fraternidad. Tenemos que partir que solamente será posible y eficaz, la corrección fraterna, si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La misma conciencia que me permite reconocer la falta de otro, incluso antes, me recuerda que yo también me he equivocado y que a menudo me equivoco. Y conlleva que la misma humildad que puedo exigir al otro para aceptar una corrección la debo tener yo, para que me corrijan a mí.
Y todo este proceso con mucha discreción, teniendo cuidado con los chismes. Porque hay ocasiones que cuando nosotros vemos un error, un defecto, una equivocación, en tal hermano habitualmente la primera cosa que hacemos es ir a contárselo a los demás, a chismorrear. Y los chismes cierran el corazón de la comunidad, cierran la unidad de la Iglesia.
No olvidemos que todos estamos en la misma barca: La Iglesia. Que somos una sola familia. Y solamente desde una Iglesia unida, que ora unida seremos capaz de dar testimonio en todo momento y circunstancia, de ayudarse en las debilidades, de corregirnos para ser más fieles a la voluntad de Dios.