La novedad está en el amor de Jesucristo, ese por el que dio su vida por nosotros. Se trata del amor de Dios, universal, sin condiciones y sin límites, que encuentra su ápice en la cruz. Jesús nos amó primero, nos amó a pesar de nuestras debilidades, nuestras limitaciones y nuestras debilidades humanas. Fue Él quien nos hizo dignos de su amor, que no conoce límites y nunca termina. Al darnos el nuevo mandamiento, nos pide que nos amemos no solo y no tanto con nuestro amor, sino con el suyo. De esta manera, y -solo de esta manera- podemos amarnos unos a otros no solo como nos amamos a nosotros mismos, sino como Él nos amó, es decir inmensamente más. Dios nos ama mucho más de lo que nos amamos a nosotros mismos.
El Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida: “Ésta es la morada de Dios con los hombres: acamparé entre ellos”. Nos hace capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos, también los que radican en nuestro corazón. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de este modo. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con la fuerza que se nos comunica en la relación con él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de modo real su sacrificio de amor que genera amor.