Durante el Sábado Santo la Iglesia acompaña a María y permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte y esperando en oración su Resurrección Gloriosa. En ese momento, cuando Dios se ha retirado del mundo y todo es desolación, María sigue confiando en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en el interior. Si todos le han dado la espalda al Hijo, o son presa del temor, Ella no. María seguirá de pie, esperando en Él.
La Virgen ha sido toda su vida “Madre de la espera paciente», y hoy no será la excepción. No hay duda de que su dolor es “inmenso como el mar”, como canta un antiguo poema, pero tampoco hay espacio para dudar sobre su fe: la Virgen mantuvo viva la llama de la confianza en medio de la tempestad.
El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios. pero al mismo tiempo es la “hora de María”, la hora de la fe. Nos ayuda a entender cómo vivir en expectativa confiada los muchos días de silencio que la vida nos presenta en el camino.
Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque “el Rey duerme (…) Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos”
Desde aquel primer Sábado Santo de la historia, sabemos que no hay nada que pueda escapar al amor de Dios; en la más profunda tiniebla ha brillado la Luz de Cristo.
La Cruz no fue el final. Fue el comienzo…
“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”… “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).
“El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7) [Catecismo de la Iglesia Católica n. 1817].
Bienaventurados los que creen sin haber visto (Jn 20, 29)