Una ascensión que nos recuerda que Dios siempre está con nosotros y nos invita a poner nuestro corazón en el cielo y los pies en la tierra. Y lo primero que tenemos que pedirle es que ilumine los ojos de nuestro corazón, para descubrir la esperanza que hemos sido llamados, la herencia de la cual formamos parte. Porque seguramente si fuéramos conscientes de ello, muchos de las realidades que nos hacen perder la paz las viviríamos de otra manera.
Porque no olvidemos que Cristo intercede por nosotros, es decir: “Habla ante el Padre en favor de cada uno de nosotros”. Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo. Es el mejor regalo cuando alguien reza por ti. O rezamos por alguien, porque lo estamos bendiciendo, deseando lo mejor.