La reflexión que el Señor nos invita en este domingo ante la pregunta de la indisolubilidad, es una invitación a no dejar que la dureza del corazón rebaje el Evangelio, porque nos cueste comprenderlo o vivirlo. No olvidemos que el Señor nos ha dado la gracia para encarnarlo y así el cristiano no es de mínimos sino de máximos.
Porque ésta terquedad, no rompe, nos fractura, y también a los que nos rodean. Primero a nosotros (impidiéndonos ver más allá de nuestros intereses), a nuestras familias (desamor); en nuestra Iglesia (incapacidad de comunión) y en la sociedad (pendientes del error ajeno). Pero esta dureza de corazón, se puede reparar, Dios nos ha mostrado el camino: “ser como niños”. Y eso que significa, descubrir cuál es la argamasa que nos une:
- La gratitud: dar las gracias cada día en vuestro matrimonio, con vuestros hijos/padres, con la familia, con todo lo que nos rodea,…
- Por favor, cuántas veces le decimos a los niños: “¿cómo se pide?” Cuántas veces entre nosotros se nos olvida decírnoslo.
- Perdón; es dejar que el rencor, la ira nunca se instalen en nuestros corazones.
Y el amor, resume todas las anteriores, el amor que se entrega en la Cruz, el amor que sirve lavando los pies, el amor que recuerda que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Es el amor que brota de la eucaristía que celebramos, el amor que en este curso que comenzamos queremos que sea la esencia de nuestra vida.