Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, cuando la gente lo quiere hacer rey, el Señor manda a los discípulos a seguir en la misión, volviéndolos a embarcar, nada de dejarse cautivar por el aplauso, el éxito, la búsqueda de reconocimiento. Una invitación a la humildad en la misión: darse y retirarse.
Y en medio de la travesía, el viento viene contrario. Que nos cansa, nos hace dejar los remos, nos vuelve irascibles, desanimados. Nos instala en el miedo, ante la noche. Y en ese momento se hace presente el Señor, Él nunca nos deja, no nos abandona, pero a los discípulos les cuesta descubrir que es el Señor.
Y en ese momento sale Pedro, “retando” al Señor y él le invita a caminar. Y empieza bien, pero de repente siente la fuerza del viento, pierde la mirada y ya no le mira a Él, agacha la cabeza y mira el mar que hay a su pies, el oleaje, la profundidad que tiene ante sí y es entonces cuando se fija en todo eso y deja de mirar a Dios cuando se empieza a hundir. En nuestra vida, pasa algo parecido, cuando dejamos de poner la mirada en Dios (la oración, los sacramentos, la caridad con los demás,…) nos venimos abajo, nos hundimos.
Pero no desesperemos, porque sabemos que Él siempre estará dispuesto a lanzarnos la mano para sacarnos, solamente se lo tenemos que pedir. No dejemos que ningún viento de la vida nos hunda, no olvidemos quién está con nosotros, porque “En cuanto subieron a la barca, amainó el viento”. Ya sabemos a quién tenemos que embarcar en nuestra vida
En definitiva, en Pedro, con sus impulsos y sus debilidades, describe nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y con todo victoriosa, una fe en medio de las tempestades y peligros del mundo. Recordemos que lo que la salva no son las cualidades y la valentía de los hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro.