Esta afirmación, nace de una pregunta y como conclusión de la parábola del Buen Samaritano. Vamos a empezar por la pregunta: ¿Quién es mi prójimo? Aquel maestro de la ley quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y “no prójimo”, en aquellos que pueden convertirse en prójimos y en aquellos que no pueden hacerse prójimos.
Tenemos que descubrir que Dios no hace distinciones, para Él todos somos prójimos. Y es el problema de aquel sacerdote y levita, que lo vieron y pasaron de largo. Les faltó la compasión, del samaritano. Que se bajó de su cabalgadura, lo subió a ella, le vendó sus heridas y lo llevó a la posada. Todos tenían sus prisas, sus prioridades, pero en aquel momento lo que hacía falta era descubrir al prójimo que estaba al borde del camino.
Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino significa cuidar al otro hasta pagar personalmente. Significa comprometerse cumpliendo todos los pasos necesarios para “acercarse” al otro hasta identificarse con él: «amaras a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor. Pidámosle al Señor que también nosotros practiquemos la misericordia con los que nos rodean. Descubramos como ÉL nos dice: “Anda y haz tú lo mismo”.